lunes, noviembre 4

‘Una vida Bárbara’: violencia machista ante la mirada impasible de la sociedad española | Feminismo | S Moda

Una foto de archivo de Bárbara Rey.Gianni Ferrari (Getty Images)

Decía Audre Lorde, y con razón, que “el silenció no te protegerá”. Sin embargo, en demasiadas ocasiones se demuestra que verbalizar, denunciar o señalar la violencia machista tampoco es suficiente para salvarte. El sistema falla y eso se traduce en asesinatos. De mujeres y niños. Lo sabemos bien y lo toleramos demasiado. Porque, ¿cuántas veces la violencia ha sido contada y no creída; o cuántas veces, simplemente, la narración de tu experiencia ha pasado desapercibida? La banalización del mal hacia la mujeres ha sido un rasgo identificativo de la sociedad española [no solo, eh] durante décadas. ¡Qué digo décadas! Durante siglos. O, mejor, dejémoslo en siempre, todavía. No en vano la institución más longeva de la dictadura franquista fue la del Patronato de Protección a las Mujeres —vigente hasta ¡1985!—, organismo que permitía la detención y encierro de niñas y mujeres jóvenes en centros religiosos para ser “reeducadas”, confundiendo el delito con el pecado.

Como quien oye el agua del arroyo correr, la España cañí, escuchaba —y reía a carcajada limpia— las mofas de Martes y Trece a las mujeres maltratadas y, en sana y misógina coherencia, se mantenía impasible ante las denuncias públicas que mujeres como Concha Velasco o Pepa Flores se atrevían a hacer en los medios de comunicación. “Eran otros tiempos”, dirán. Todavía Ana Orantes no había denunciado en Canal Sur la vida de maltrato continuo a la que era sometida por quien fuera su violador/marido antes de acabar convirtiéndose en su asesino. Por supuesto, ni siquiera existía todavía la Ley contra la violencia de género y ni mucho menos cabía en la imaginación una ley que pusiera el consentimiento en el centro, como la Ley del solo sí es sí. Sin embargo, desde hace unas semanas me siento como un espectro enloquecido gritando en un páramo vacío, algo así como Merle Oberon en Cumbres borrascosas, cada vez que en redes sociales comparto algunas de las declaraciones que Bárbara Rey vierte sin tapujos en el documental Una vida bárbara (Óscar Bernàcer, 2023). Porque no he percibido que la sociedad se escandalice demasiado tampoco hoy. Aunque bien es cierto que si no se para el mundo por los asesinatos machistas del último mes, me pregunto ¿qué hago yo indignándome por el silencio en torno a este documental? Y he llegado a la conclusión de que lo que me remueve la entraña en este caso es que, habitualmente, nuestra sociedad altamente digitalizada y asidua insaciable de las redes sociales sí suele escandalizarse por los productos audiovisuales diariamente. Sin embargo, por este, que yo sepa, ni ha pestañeado. Y es ahí, en ese hecho diferencial, donde hunde sus raíces esta ira que me consume.

Yo, confieso, me había dispuesto a visionar el documental en un acto de entrega disoluta a la frivolidad y el morbo. Huía en busca de esa dosis de alienación voluntaria que tan bien le viene a mi salud mental. Y lo que encontré no sólo me sorprendió sino que me mantuvo en un estado de indignación y furia permanente. De hecho devoré la serie con ansia. Porque lo que estaba viendo se alejaba mucho de ser un compendio de cotilleos insulsos, aquello era un #MeToo en toda regla. Y merecía atención. Mucha más de la que estaba recibiendo. Porque además es una muy buena producción. Hay que decirlo. Con un montaje que, en muchísimas ocasiones, raya la pura fantasía. Y que está muy bien contextualizado gracias a las intervenciones de periodistas como Luz Sánchez Mellado, Raquel Piñeiro, Pilar Álvarez o Mariola Cubells que desmontan el andamiaje sobre el que se asentaba ufana toda la impunidad misógina que campaba en España a sus anchas durante la bárbara transición y unas cuantas décadas más allá. Por cierto, mención aparte merece la definición magnífica que hace María Guerra de ese engendro disfrazado de género cinematográfico que vulgarmente se conoce como “el destape” y que ella considera “el rebuzno tras cuarenta años de dictadura”. Amén, querida.

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En definitiva, estos cuatro capítulos son el fruto de un trabajo de narración audiovisual plenamente consciente del valor de la panoplia de testimonios y revelaciones —algunas explícitas y otras veladas—, que se deslizan en cascada desde el minuto cero. Una vida bárbara comienza con una María García García, con dieciocho años recién cumplidos, que se marchaba por fin de Totana en un Talgo, acompañada de su padre, para buscar suerte en la capital y convertirse en artista. El sueño de cualquier niña de provincias en la España casposa del franquismo. Y ya en ese primer capítulo ella trae a su memoria una escena perturbadora: su padre y ella entran a un cine de la Gran Vía, sin saber siquiera de qué trata la película que se proyecta. Y resulta que era “Sedotta i abbandonatta” de Pietro Germi (1964), en la que una joven sufre las consecuencias de que el prometido de su hermana la deje embarazada y la abandone. La escena que se le quedó grabada era la de la pobre chica siendo apedreada por el pueblo siciliano en el que transcurre la sátira. Porque, por supuesto, la culpable era ella. Siempre nosotras. La violencia simbólica hacia las mujeres lo envenenaba todo: desde los argumentos de las películas, pasando por los anuncios publicitarios, por la tutela infinita de la Sección Femenina y, por supuesto, una legislación criminalizadora, hasta acabar enlodazando los consejos y recomendaciones familiares que alertaban a la mujer de los peligros que su condición de género traía bajo el brazo desde la cuna.

Pero, vayamos al grano. Voy a destacar algunas de las frases o situaciones que más me han impactado:

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[En una fiesta en un chalet. Madrid. 1975] “Querían tela marinera y nos negamos. Y nos echaron. Si nos ves por mitad del campo las dos solas. Mi amiga Mari Cruz me decía: si no queremos que nos echen tenemos que dejar de ser vírgenes”.

“El primero [a trabajo se refiere] fue una película que abandoné por acoso. Por acoso del productor y director. (…) Organizaba cenas, bailes y todo y bailar conmigo, meterme mano, apretujarme y hacerme cosas muy desagradables. Cuando esas personas que se dedican a abusar, acosar a determinadas personas, chicas, jóvenes que estamos empezando en el cine, pues no creo que lo hiciera solo conmigo. Lo que pasa que es una persona muy importante. Bueno, importante para quien lo sea, supuestamente para la gente (…) sí lo es y a mí nunca me creerían. Por lo tanto me reservo el nombre>”

[Sobre el productor Enrique Martín Maqueda] “Tuve que pararle los pies en más de una ocasión. Hasta el punto que quise dejar el programa. (…) Me decía cosas muy feas. Incluso por megafonía en directo me decía cosas muy, muy desagradables. De pronto miraba al monitor y tenía la cámara aquí [a la altura del pubis] Un día me dice, Bárbara sube al control. (…) Metió la mano por debajo de la camisa y me dio un apretón tan grande en el pecho que se me saltaron las lágrimas del daño que me hizo. Me levanté, le di una bofetada y me fui del control y estuve tres o cuatro semanas castigada sin hacer el número musical”.

[Rodando Me siento extraña, película de trama lésbica] “Rocío [Dúrcal], según se publicó, tuvo un accidente. Saliendo de la bañera. [Rotura de la mandíbula. No le permitió seguir el rodaje en condiciones] Ella no podía hablar. Estuvimos haciendo muchísimos planos en los que ella era el escorzo (…) Ella me contó lo que verdaderamente le había ocurrido y lo que le había pasado. Y yo nunca en la vida lo hice público, ni lo conté , ni lo haré jamás”. [Rocío Durcal, por cierto, se quedó sin carrera cinematográfica. No volvió a rodar ni una sola película].

[Sobre Ángel Cristo] “Yo estaba separada y venía cuando le daba la gana. Y me insultaba. Le pegaba una patada a la puerta de mi dormitorio (…) y me violaba. Escupiéndome en la cara y llamándome puta”.

[Sobre Ángel Cristo] “Él tenía un permiso de armas. Y entonces me disparó. Me disparó a las piernas y tuve la suerte que me doblé (…) y la bala se clavó en la cómoda. Y me encerré en el baño (…) y me pasé la noche ahí dentro”.

[Sobre Ángel Cristo] “Me dio un golpe en la cara y en el cuello que me tiró el suelo y se me quedó todo este lado [se señala el brazo derecho] dormido y me pide Manolo [Carrero, fotógrafo] que me levante porque me va a matar (…) Ve venir a Ángel con un cuchillo de cocina así de grande (…) Ángel me cogió por el cuello y me empezó a pegar la cabeza contra el suelo. (…) Y me cogió y sacó arrastrando por los pelos y me dejó tirada en la calle”.

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[En el despacho del director del colegio de sus hijos con Ángel Cristo] “Se vino para mí como un loco, yo me escapé como pude y abrí la puerta para salir del despacho y, antes de salir, me dio un golpe en la nuca que me dejó un mes y medio con collarín. (…) ¡Nadie, nadie, nadie, nadie —por si me estáis viendo— del colegio: directivos, profesores, profesoras, nadie me ayudasteis”.

[Programa de televisión. Ángel Cristo es entrevistado]

—La cogiste, la agarraste del cuello y la echaste a la calle.

—Pero no le pegué. (Se ríe)

(Risas del público y de Ángel Cristo)

Creo que estos ejemplos son suficientes para hacerse una idea de la gravedad de los hechos vividos por esta mujer, significativos si tenemos en cuenta que, todavía hoy, después de sabidos, sigue recibiendo insultos y cuestionamientos sobre los mismos en cualquier foro en el que busquéis su nombre. Porque como bien dice Raquel Piñeiro en la serie: entre un hombre poderoso y una mujer, siempre elegiremos al hombre porque hemos sido educados para ello. Así que me ahorro todos los testimonios dedicados al emérito porque no hacen sino confirmar la cutre y misógina manera en que el sucesor de Franco ha “confundido”, insaciablemente, sus deseos con sus derechos; y cómo sus acólitos, a lo largo del tiempo (véase, Adolfo Suárez, Sabino Fernández Campo, Felipe González, etc), han contribuido a proteger su impunidad hasta hace dos días. O menos. Y me los ahorro porque María García en esta historia de señoros de traje controlando los resortes del Estado como si fuera una whiskería, no es nadie. Y, si es algo, es víctima. Basta con echar un vistazo a la ingrávida desigualdad de estatus entre ambos. Esa es la clave.

Y perdonen el desahogo pero necesitaba hacer aflorar mi indignación por la ausencia de escándalo social y, por supuesto, mi felicitación a los artífices de Una vida bárbara porque han sabido contar a través de este ejemplo cómo todavía hoy, en 2023, es capaz de aguantar impasible el relato de la femme fatale sobre algunas mujeres que, como Bárbara —cuando aún las monjas del Patronato encerraban a niñas por fumar o manifestarse— tuvieron la suerte y los medios de poder vivir su vida y su sexualidad libremente, y casi casi sin culpa. Porque esta —y hago mías las palabras de Nerea Barjola en Microfísica sexista del poder— es “una narrativa [más] que el régimen sexista continúa utilizando como un sistema de control sobre el cuerpo y la vida de las mujeres”.